La carrera profesional de Isabel Coixet (Barcelona, 1962) comienza como entrevistadora en la revista Fotogramas. Más tarde se introduce en el mundo de la publicidad y tras obtener importantes éxitos decide crear su propia agencia. No obstante, su popularidad llega al gran público a partir de su actividad como directora de cine. En su currículum figuran títulos como: Cosas que nunca te dije, A los que aman, Mi vida sin míi o La vida secreta de las palabras. Películas que escapan de la superficialidad y banalidad de los argumentos publicitarios para adentrarse en lo profundo de las personas. Películas en las que la perspectiva material del mundo del consumo, desaparece para ceder el paso a la reflexión sobre lo que es la persona en estado natural. Por eso, cada uno de los personajes que crea Coixet representa al ser humano en estado puro, en carne viva. Las tramas de sus películas están hechas del material con que se hace la vida: amor, odio, alegría, tristeza, venganza, silencio; lo que cada uno lleva dentro de esa maleta que es el corazón. A fin de cuentas, no somos sino cuerpos llenos de palabras.
Las palabras tienen vida pública y privada. Las palabras privadas conforman nuestro pensamiento: somos lo que pensamos y en condiciones ideales somos capaces de hacerlo público. Los secretos, aquello que no se cuenta, las cosas que hemos decidido guardar para nosotros solos, se construyen con palabras ocultas, que no ven la luz, que viven en nuestro interior prisioneras de nosotros mismos, que a la vez también somos prisioneros de ellas; es un círculo vicioso ¿Qué ocultan las palabras secretas, aquellas que viven en un lugar escondido de nuestro ser? Todo aquello que se considera inconfesable. Ocultan algo malo, algo trágico, algo, incluso, vergonzoso. Son esas palabras que viven en lo más profundo de nuestra alma porque han llegado a nosotros a través de las guerras, del odio, de la vejación, del desamor, de la humillación. Hay historias que deberían no existir nunca y sólo morirán cuando lo hagan sus dueños. Son historias que mueren en cada protagonista, tal es la sustancia de la que están hechas.
Las palabras que representan lo bueno, sin embargo, salen al exterior, se hacen públicas, vuelan desde nuestros labios a los oídos de los demás, proyectan alegría y esperanza; nadie guarda lo bueno exclusivamente para sí mismo. Hay una escena preciosa en A los que aman, aquella en la que una niña recluida en un convento se come las cartas enviadas por un amor imposible, como si quisiera llenar su alma de palabras bellas, aunque duelan. Las palabras bellas son vida, las palabras horribles, veneno si no son expulsadas al exterior junto con el aire que respiramos.
A través de las palabras, nos dice una voz en off en esa misma película, el dolor se hace más tangible, pero el dolor que no encuentra palabras para expresarse es el más cruel, el más hondo. Hablar y comunicarse se convierten entonces en terapia, en bálsamo que saca al exterior nuestras miserias, liberándonos de ellas. El silencio es la muerte social que nos excluye de un mundo al que pertenecemos mientras hablamos.
Las palabras tienen vida pública y privada. Las palabras privadas conforman nuestro pensamiento: somos lo que pensamos y en condiciones ideales somos capaces de hacerlo público. Los secretos, aquello que no se cuenta, las cosas que hemos decidido guardar para nosotros solos, se construyen con palabras ocultas, que no ven la luz, que viven en nuestro interior prisioneras de nosotros mismos, que a la vez también somos prisioneros de ellas; es un círculo vicioso ¿Qué ocultan las palabras secretas, aquellas que viven en un lugar escondido de nuestro ser? Todo aquello que se considera inconfesable. Ocultan algo malo, algo trágico, algo, incluso, vergonzoso. Son esas palabras que viven en lo más profundo de nuestra alma porque han llegado a nosotros a través de las guerras, del odio, de la vejación, del desamor, de la humillación. Hay historias que deberían no existir nunca y sólo morirán cuando lo hagan sus dueños. Son historias que mueren en cada protagonista, tal es la sustancia de la que están hechas.
Las palabras que representan lo bueno, sin embargo, salen al exterior, se hacen públicas, vuelan desde nuestros labios a los oídos de los demás, proyectan alegría y esperanza; nadie guarda lo bueno exclusivamente para sí mismo. Hay una escena preciosa en A los que aman, aquella en la que una niña recluida en un convento se come las cartas enviadas por un amor imposible, como si quisiera llenar su alma de palabras bellas, aunque duelan. Las palabras bellas son vida, las palabras horribles, veneno si no son expulsadas al exterior junto con el aire que respiramos.
A través de las palabras, nos dice una voz en off en esa misma película, el dolor se hace más tangible, pero el dolor que no encuentra palabras para expresarse es el más cruel, el más hondo. Hablar y comunicarse se convierten entonces en terapia, en bálsamo que saca al exterior nuestras miserias, liberándonos de ellas. El silencio es la muerte social que nos excluye de un mundo al que pertenecemos mientras hablamos.
Para la revista Punto y Coma
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