domingo, 28 de junio de 2009

HOMO-LOGOS


Todos recordamos aquellos tiempos en que determinados logos podían diferenciarnos del resto de los mortales e incluso posicionarnos por encima de ellos. Las grandes marcas empezaban a apoderarse de nuestras vidas y su consumo tenía un significado y un significante. La marca ofrecía mucha información sobre nosotros mismos, sobre nuestros gustos, aficiones, capacidad económica y de elección. Eran los tiempos en que uno sabía como le iban las cosas al vecino en función de las marcas que gastaba. Hacíamos estadística inferencial a partir de los símbolos que cada uno luciera en sus zapatos, en los capos de los coches o en las pecheras de camisetas y camisas, como si de escudos heráldicos se tratara. Pronto descubrimos que aquello de las marcas era cosa alcanzable, simplemente se trataba de pagar un poco más. Para lo que pretendíamos conseguir con ellas, el precio era cosa baladí. Llevar una marca le hacía a uno distinto. Qué más puede querer un miembro de la sociedad del hiperconsumo.

El mercado fue evolucionando a base de tirar del brazo del consumo y un buen día descubrimos que todos éramos capaces de llevar marcas y de lucirlas con boyantía. El mercado también se dio cuenta de ello y en consecuencia todo empezó a convertirse en marca. Marcas que iban mucho más allá de lo que estábamos acostumbrados a ver; el logo se hizo marca. La hoz y el martillo, la bandera americana, James Dean y Marilyn, marcas de ciudades y de algunos pueblos, del signo de la paz, de la imagen de Lenin, la foto del Che o el libro de Orwell. En fin, marca de casi todo. Las clases habían accedido al dinero y sucumbido al consumo y ahora querían comprarlo todo, recuperar el tiempo perdido, sólo que de una manera muy diferente a la propuesta por Proust, que también se había hecho marca. El mercado, desde luego, no se lo iba a negar: ellos tenían derecho a ser felices siempre y cuando lo fueran dentro de la lógica del consumo: comprando todo aquello que se éste les ofreciera.
A día de hoy sabemos que una persona occidental vive expuesta a más de 2000 impactos publicitarios diarios. La invasión de los logos ha sido tan grande que los ciudadanos del primer mundo hemos creado un sistema sicológico inconsciente que nos protege de sus mensajes persuasivos. Sin embargo no nos hemos olvidado de las marcas sino que las hemos interiorizado de tal manera que nosotros mismos aspiramos a convertirnos en marca. El proceso consumista ha llevado al occidental a adorar el producto como elemento perfecto, admirado y deseado y en consecuencia ha buscado transformase en él, hacerse objeto de consumo y de deseo. Para eso ha adoptado las estrategias propias de las marcas intentando rodearse de un aura de emoción y sensación que le diferencien de los demás; hacer una marca exclusiva. Pero en ese afán de exclusividad, el occidental no ha sabido hacerse producto sin recurrir a los logos marquistas. El resultado ha sido la homogenización del hombre producto en una circunstancia en la que todos aparentamos ser iguales pero en la que todos nos sabemos semejantes. Simplemente, no hemos sabido buscar en nuestro interior aquellos aspectos diferenciadores y al no encontrarlos los hemos suplido por elementos externos. En consecuencia, seguimos siendo dianas para la publicidad y pasto de las marcas, que se perpetúan.



Para la revista Stylo
Foto: Getty Images

2 comentarios:

Evelio dijo...

Vaya... me han entrado unas ganas de comprarme unos Levi´s jajajajaja Muy bueno el artículo. Oye, qué es de tu vida? ya no te dejas caer por la clase de inglés. Ahora tenemos una profesora californiana. Cuidate y no se te ocurra intentar cojer una de las olas de 7 metros.

Evelio

lazaro dijo...

Ey evelio, no me había dado cuenta de tu comentario. Me alegro de que te haya gustado el artículo. Ahora ya nos veremos todas las semanas, así que hasta mañana.