miércoles, 25 de abril de 2007

VISIONES EN LA MAESTRANZA


El ambiente del jueves en los alrededores de la Maestranza era distinto al de días anteriores. Los bares y cafeterías rebosaban, las voces de la gente sonaban por todas partes, la multitud lo invadía todo, la Feria de Abril ya había comenzado. Atrás quedaron los días de preferia, con medio público y cemento al aire en sol. En la terraza de El Cairo un hombre sentado en su mesa preguntaba: ¿quién va a cortar las dos orejas esta tarde? Tres generaciones de mujeres, abuela, madre e hija, apuran sus cortados en el bar de la esquina. La joven luce un clavel en su melena rubia, las otras dos se abanican y beben agua, hablan de las posibilidades de Cortés, de la valentía de Liria, de todo lo que esperan del Cid. Grupos de jóvenes varones abrevan copazos en La Taquilla, enseñan billetes para preguntar a los demás qué quieren tomar. Otros esperan a un revendedor que les hace el paripé: “¿Qué quiere, sombra? Tengo, ven conmigo, vamo a esa esquina que aquí hay musha gente y eto e peligroso…la pulicía, tú sabes…” Es la misma parafernalia de todos los días de ese reventa, pero hoy pasa más tiempo en la esquina que en la puerta del bar. Una chica pregunta a otro revendedor si las entradas que le vende son buenas. Digo, le contesta éste, de las mejores. No es para menos, le ha subido el precio un ciento cincuenta por ciento sobre el inicial. Todos son gentes que no acuden a la plaza con asiduidad, han elegido una o dos corridas en todo el ciclo y una de ellas es la de hoy; promete. Los alrededores de la Maestranza de Sevilla bullen, ha empezado la feria y en el tendido ya reina el boato.

Sevilla se ha cubierto hoy de un gris cobalto, algo azulado, que se pone coqueto sobre las cúpulas y los tejadillos de tejas multicolores. Es un gris de primavera, un gris alto que da amplitud al cenit y que invita a la contemplación y al abandono.

Desde mi andanada, enfrente mismo de la Puerta del Príncipe, veo abrir las hojas de madera que dan a la Calle Torneo, veo como se coloca ante ella la furgoneta del Cid, veo como la multitud ya ocupa el oscuro umbral. El torero, a hombros, se dirige hacia allí, la gente se mueve inquieta, agita las manos, quieren tocarle. El Cid, como si fuera la Macarena, o Jesús del Gran Poder, o la Virgen del Rocio, flota por encima de la multitud y justo cuando traspasa el arco de piedra, empieza a levantar los brazos, como en señal de victoria y a oscilar de un lado a otro. En el oscuro pasadizo que forma la puerta hasta llegar al otro lado, se ven los flaxes de las cámaras, estrellas fugaces que cruzan el arco rayando la oscuridad y El Cid se desplaza sobre su trono de carne y hueso, navega entre la marea humana, casi a la deriva, ya abandonado al fervor popular. Los luceros de las cámaras reflejan en el traje del torero que ya sólo es silueta, claroscuro oscilante en un mar que se adivina de cabezas y manos.





* Publicado en: Opinionytoros.com

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