Parece ser que un famoso futbolista, modelo de publicidad, guapo de cara, bien casado, mejor follado, impecablemente afeitado (anuncia maquinillas), dejará su vida en España para marchar a L.A. a seguir con su profesión. Podríamos pensar que el fútbol en América es deporte baladí y que en consecuencia las cosas le han ido a menos. Nada más lejos de la realidad. Resulta que aunque allí el balompié no sea cosa importante, él va a ganar mucho dinero por temas de publicidad. Este tío no tiene un trabajo definido, su profesión es la ganancia, en el campo que sea. Los medios nos enseñan las mansiones en las que podría vivir su familia. Grandes, suntuosas, horteras como ellas solas. De precios desorbitantes; eso lo de menos porque el dinero no es problema (que no quiere decir que la familia no tenga problemas). Abro una publicación y encuentro un reportaje sobre un niño motorista que gana muchas carreras, de motos. Gana, además, un montón de pasta; la revista insiste mucho en ello. También me entero de lo que cobra un fabricante de violines por sus instrumentos y de las cifras que le ofrecen a Woody Allen por los derechos de sus memorias. Al final llego a una conclusión sobre toda esta gente: lo único importante es el parné que generan sus oficios. Suponemos que son felices porque ganancia y satisfacción van unidas. Ellos son su dinero. Y nuestros modelos. Un programa de estilo, de esos que tienen una sección titulada “saber vivir”, nos hablará, después, de los mejores hoteles, de las tiendas de las calles más caras del mundo, de platos elaborados, de joyas deslumbrantes, del coste de Gran Mundo, de un montón de lujos absurdos que ganan valor en su precio y que parecen inalcanzables para el mortal medio. Y nosotros soñamos, aspiramos a comprar vidas que no tenemos. Queremos sentirnos como el futbolista, como el motorista, como el fabricante de violines, como el judío indeciso pero forrado. No pensamos si todo eso será satisfactorio, si será divertido ¡Es la Gran vida! Queremos ser ricos para alcanzar un consumo opulento y hortera, terriblemente hortera. Al final siempre queda el “credifácil” para hacer lo que nos dé la gana aunque sólo sea por un momento e imitar a los “modelos”. Nos imaginamos bajando escaleras cinco estrellas, protegiendo nuestros ojos de los flaxes de las cámaras. Y la vida pasa mientras planeamos cómo convertirnos en producto.
*Artículo para la revista 943
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